(Publicado originalmente el 8 mayo de 2006 en «C». Revisado para su reedición en «Cavernalia».)
En una de las últimas entrevistas que concedió antes de fallecer, Stanislaw Lem realizó unas declaraciones que no ponían en muy buen lugar la literatura de ciencia ficción. Estas opiniones del gran autor europeo del género, publicadas póstumamente, causaron cierto revuelo en el mundillo. Sin embargo, no eran nada nuevas en él; ya en La voz de su amo, escrita en 1967, Lem había dejado bien clara (a través de su alter ego en la novela, el científico Peter E. Hogarth) su parecer sobre este asunto:
Empecé a visitar más a menudo al doctor Rappaport, mi vecino, y a veces conversábamos horas enteras. Sobre el código estelar hablábamos rara vez y brevemente. Un día lo encontré en medio de grandes paquetes de los que salían atractivos y brillantes libros en rústica con cubiertas en las que aparecían motivos míticos. Había intentado utilizar como “generadores de ideas” —porque estábamos quedándonos sin ellas— esas obras de literatura fantástica, ese género popular (especialmente en los Estados Unidos) llamado, por persistente error, “ciencia ficción”. Hasta entonces, él nunca había leído este tipo de libros; estaba molesto —e incluso indignado—, porque había esperado variedad y había encontrado monotonía.
—Tienen de todo, salvo fantasía —dijo. Una equivocación, sin duda. Los autores de estos cuentos de hadas pseudocientíficos suministran al público lo que éste quiere: tópicos, clichés, estereotipos, y todo ello lo suficientemente engalanado y vuelto “maravilloso” como para que el lector pueda sumirse en un estado de sorpresa sin riesgos y, al mismo tiempo, no se conmueva la filosofía que tiene de la vida. Si hay progreso en una cultura, dicho progreso es sobre todo conceptual, pero la literatura, y en especial la ciencia ficción, nada tiene que ver con él.
(La voz de su amo, capítulo nueve.)
Estas opiniones, repetidas en aquella entrevista que mencioné al principio, parecieron sorprender —y hasta escandalizar— a bastantes aficionados. Pero, en general, este rechazo de Lem a la literatura de ciencia ficción (que, según él, le valió la expulsión de la SFWA) fue muy malinterpretado. Stanislaw Lem se desmarcó de la ciencia ficción como realidad literaria, no como género en sí. Esto último habría sido absurdo; él mismo la cultivó durante cuarenta años; no iba a tirar piedras contra su propio tejado. Pero una parte considerable del público ha interpretado estas declaraciones como un ataque a la ciencia ficción en sí.
No es así, repito. Lem rechaza la ciencia ficción no como concepto sino como realidad escrita y publicada, en una generalización no muy diferente de la que hiciera Sturgeon con su famoso porcentaje («Yeah, ninety-five percent of science fiction is crud; but then, ninety-five percent of everything is crud»).
Pero no sólo se desmarca de la literatura de ciencia ficción de palabra, sino con sus obras. Si analizamos La voz de su amo a la luz de las palabras de Lem/Hogarth al comienzo del capítulo nueve, vemos que es justamente la antítesis de la ciencia ficción que él critica: no da al público lo que quiere, sino lo que siente que puede necesitar, y está especialmente ausente de tópicos, clichés y estereotipos (precisamente una de las mejores cosas de la novela es cómo retrata a los científicos, cada uno con sus obsesiones, personalidades y motivos), todo ello descrito con acerba y desafiante ironía, rebosando ideas y variedad temática en cada página, y tocando asuntos que afectan directa y lisamente a los fundamentos de nuestra visión del mundo y de la vida.
La voz de su amo es, para mí, la novela definitiva de Stanislaw Lem. En sus páginas reúne temas y características de todo el resto de su producción “seria”, desde la crítica feroz a la burocracia (que desarrolló en Memorias encontradas en una bañera) a la imposibilidad de comunicarse con inteligencias alienígenas (Solaris, Fiasco), pasando por la cibernética, la teoría de la información, el antiquísimo conflicto entre libertad y necesidad, la psicología, el conflicto entre fe y razón, la ética científica, la posición del hombre y de lo humano en el universo…
Leí esta novela hace veinte años, dos veces seguidas. La segunda vez empecé a anotar uno por uno los temas que iba tratando Lem en la novela. A las pocas páginas, la lista era tan larga que tuve que dejarlo, agotado. Desde entonces, es uno de mis libros favoritos.
La galería de personajes es impresionante, desde el mismo narrador, el profesor Hogarth, que abre la novela con un autorretrato estremecedor, hasta el genial doctor Rappaport: físicos, matemáticos, biólogos, especialistas en todo tipo de ciencias y pseudociencias, filósofos, filólogos, burócratas, telepredicadores, militares y agentes de la CIA que se reúnen en un aislado paraje del desierto de Mojave, desfilan y se toman de la mano en un frustrante baile de dos años de duración al son de un supuesto mensaje extraterrestre, captado accidentalmente en el observatorio de Monte Palomar.
El plan ultrasecreto que surge para descifrarlo, y que da nombre a la novela, es el caldo de cultivo ideal para la mejor literatura de Lem, que explora sus temas favoritos desde perspectivas diferentes, desde el realismo hasta el absurdo, que va impregnando la narración a medida que el proyecto se empantana en la más abyecta incomprensión.
Un libro indispensable para cualquiera que desee adentrarse en el mundo de Stanislaw Lem; hay que ir por sus páginas a machetazos, es como una jungla de ideas, pero el viaje merece mucho la pena.
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