jueves, 29 de septiembre de 2005

Transhumanidad y posthumanidad en la CF (IV)


Poe y Verne

Edgar Allan Poe y Jules Verne, padres del fantástico moderno (como reconocía el crítico Gaston Deschamps ya en 1905), apenas tocaron el tema de la posthumanidad.

Poe lo trató en tono jocoso en un par de relatos, Breve charla con una momia y El hombre consumido, y con más seriedad pero también menos claridad en Coloquio de Monos y Una.

Breve charla con una momia narra la reanimación accidental de Allamistakeo, un posthumano del antiguo Egipto, en un museo americano. Allamistakeo relata a sus asombrados anfitriones del futuro (en egipcio antiguo, claro) las maravillas de la cultura posthumana que se hallaba asentada junto al Nilo hace muchos miles de años. Extraordinariamente longevos (solían vivir unos ocho siglos pero podían superar el milenio de edad), muchos de sus congéneres se dedicaban a “viajar al futuro“ en animación suspendida (mediante una muy especial técnica de embalsamamiento), repartiendo así sus largas vidas en diferentes periodos, idea que luego se ha imitado hasta la saciedad en la ciencia ficción (sobre todo en forma de fuga criogénica; un ejemplo es la excelente La odisea del mañana de Charles Sheffield, publicada recientemente por la Factoría de Ideas y traducida por “nuestro“ Manuel de los Reyes, a quien agradezco su amable préstamo).

El hombre consumido nos presenta a un valeroso soldado torturado y mutilado por una feroz tribu de indios americanos que, gracias a los avances tecnológicos, es capaz de llevar una vida normal y mantener una apariencia de humanidad. Es quizá el primer cyborg de la literatura fantástica moderna.

Los cyborgs son una constante en la imaginería transhumanista. Tan relevantes son que, básicamente, podemos dividir todo el movimiento transhumanista en dos corrientes: 1) los que preconizan una meta-morfosis biológica y 2) los que piensan que será la tecnología la que nos transforme. Así lo imagina el siempre perspicaz Bruce Sterling en sus relatos del universo Formador/Mecanicista (o, según otra traducción, Formista/Mecanista), en la que enfrenta a ambos grupos en una guerra constante y donde la humanidad parece algo obsoleto. Pero ya hablaremos de Sterling más adelante.

En Coloquio de Monos y Una, Poe reúne en el Más Allá a dos amantes separados por la muerte. Tras el renacimiento de Una, un siglo después de su muerte, en ese plano de realidad, Monos, que la esperaba, le cuenta lo ocurrido desde que se hubieron separado. Empieza Monos su narración, en realidad, siglos antes. Describe el estado de la humanidad entonces y su historia posterior, su auge y su caída en una Tierra agostada por un descontrolado desarrollo industrial: «Entretanto, se elevaron enormes ciudades humeantes, las verdes hojas se encogían ante el caliente respiro de los hornos, la hermosa faz de la Naturaleza quedó deformada como por alguna repugnante enfermedad...» En determinado momento, dice Monos:

(...) para el mundo infestado yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo la Muerte. Para que el hombre como raza no llegara a extinguirse, yo veía que debía “nacer de nuevo“.

Y entonces fue, hermosísima y amadísima, cuando nosotros envolvimos nuestros espíritus diariamente en sueños. Entonces fue cuando, a la hora del crepúsculo, discurríamos sobre los días que habían de venir, cuando la superficie lacerada de la Tierra, una vez que hubiera sufrido aquella purificación que sólo puede borrar sus obscenidades, se revistiera de nuevo con el verdor de sus colinas montañosas y sonrieran por ella las aguas del Parnaso, y tornara a quedar al fin como digna residencia para el hombre; para el hombre purgado por la Muerte; para el hombre en cuyo exaltado intelecto el veneno del conocimiento no puede hacer nada; para el hombre redimido, regenerado, bienaventurado y ahora inmortal, pero, con todo, para el hombre material.

La humanidad ha trascendido a un nuevo estado y habita una Tierra renovada por su propia muerte. También esta idea ha sido imitada reiteradamente, con distintas variaciones, por la ciencia ficción posterior.

Especialmente llamativo, por su escasez, es el caso de Verne, en cuya inmensa obra apenas se atisba nada sobre el tema que nos ocupa. Algo de ello hay, sin embargo, en Los quinientos millones de la Begum, en la que un malvado racista alemán pretende conquistar el mundo para la raza germana mediante la tecnología, prefigurando un tema clásico del género que atañe directamente a la transhumanidad: el abuso de la ciencia y la tecnología (que en malas manos o aplicada a fines equivocados pueden ser terriblemente dañinas). Y en El pueblo aéreo se describe una tribu de humanos arborícolas, adaptados a vivir entre las copas de los árboles, pero totalmente humanos; de no serlo, quizá entrarían en la categoría de especie posthumana, como el Hombre de Flores, por haber evolucionado después de la nuestra (en ese sentido, se puede decir con propiedad que Homo floresiensis fue la primera especie posthumana).

No me consta apenas nada más en la obra de Verne que pueda relacionarse de alguna manera con la transhumanidad o la posthumanidad... Si se os ocurre algo, ¡no dejéis de comentármelo, por favor! :-))


Homo excelsior
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (I)
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (II)
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (III)

Sobre «Transhumanidad y posthumanidad en la CF»
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (V)
Humanidad y posthumanidad (una aclaración)

miércoles, 28 de septiembre de 2005

«La Literatura fantástica y terrible», de Gaston Deschamps (1905)


Nota: Las siglas EMHO significan «en mi humilde opinión». Las usaré bastante en esta entrada. Se hace cansino repetir lo mismo cada dos por tres pero, en este caso, prefiero cogérmela con papel de fumar.


A veces, el término «género fantástico» confunde a la gente. Es bastante corriente que se identifique exclusivamente con la fantasía. Este error (lo es EMHO, obviamente) se debe, según creo, al hecho de que los diccionarios no recogen como es debido (EMHO) el significado de fantástico y fantasía en el ámbito de la ficción.

Como ya hemos visto, en castellano, las acepciones tradicionales de fantasía y de fantástico no guardan más que una relación marginal con lo que entendemos los de la cosa nostra por fantasía y (con algo menos de consenso) por fantástico.

Según la mayoría de especialistas, con los que casualmente estoy de acuerdo (al menos en este momento) el fantástico acoge bajo su paraguas taxonómico a varios géneros, como la ciencia ficción, el terror o la fantasía. Por tanto, decir que una obra es de género fantástico no excluye su posible pertenencia al género de ciencia ficción o a cualquier otro que satisfaga las condiciones de mi definición (que no viene mal repetir):

fantástico, ca.

(Del fr. fantastique).

1. adj. Perteneciente o relativo a la ficción fantástica. Me gusta el cine fantástico. Cortázar y Borges son los autores más importantes de la literatura fantástica argentina.
2. m. Conjunto de los géneros de ficción fantástica; el género fantástico. El fantástico es fantástico.
3. adj. Dicho de una obra de ficción: Que refiere hechos ajenos a la experiencia humana de lo real, o que trata de ellos. Poe escribió numerosos cuentos fantásticos.

ficción ~

f. Género de ficción cuyas obras se distinguen por narrar historias imaginarias en las que se refieren hechos, cosas o fenómenos irreales o de cuya naturaleza, existencia o realidad no existe certeza científica.

Añado, de paso, la de fantasía:
fantasía.

(Del ing. fantasy).

f. Género de ficción fantástica cuyas obras se distinguen por referir hechos o fenómenos contrarios a las leyes naturales, reales o ficticias.

Cuando hablo de género fantástico no hablo, pues, sólo de fantasía. Al menos desde principios del siglo XX (y posiblemente desde antes), el género fantástico ha abarcado para la crítica un amplio grupo de subgéneros desde el terror sobrenatural hasta la ciencia ficción, pasando por la fantasía tradicional de los cuentos de hadas, la novela de caballería, etc.

Esto viene al pelo para obras supuestamente inclasificables como Dhalgren (de S. Delany) o Radio Libre Albemuth (de P. K. Dick), muchos cuentos de Borges o Cortázar, etc., que si bien ofrecen gran resistencia a dejarse clasificar en un subgénero cualquiera, son de este modo fácilmente etiquetables: pertenecen al género fantastico, punto.

Como digo, y no temo repetirme (a ver si esto termina de entrar en la sesera de algún lector que yo me sé), la categoría género fantástico se ha venido utilizando, desde hace por lo menos un siglo, para clasificar todo tipo de ficción “no realista”, incluida la ciencia ficción.

La referencia directa más antigua que tengo de «género fantastico» como categoría que engloba desde la ciencia ficción de Wells o Verne hasta el misterio de apariencia sobrenatural de El perro de los Baskerville de A. Conan Doyle, ha cumplido este mes, precisamente, un siglo de antigüedad. Es de septiembre de 1905: «Genre fantastique», y aparece en un artículo escrito por Gaston Deschamps, un eminente crítico literario de la época, en el que reseña el mencionado cuento de Conan Doyle y varias novelas de H. G. Wells.

El artículo, titulado justamente La Littèrature fantastique & terrible, fue publicado el 15 de septiembre de 1905 en la revista Je sais tout («Lo sé todo»), una publicación divulgativa con secciones fijas dedicadas a viajes, literatura, ciencia y técnica, etc., cuya portada (con una fotografía del entonces Shah de Persia) podéis ver aquí:



La revista llegó a mis manos desde Francia, prestada a mi madre por mi tía Brigitte para que yo restaurara el tomo en el cual estaba encuadernada con los otros números del segundo semestre de 1905. Cuando vi el artículo os podéis figurar mi alegría. Me impresionaron especialmente los grabados, sobre todo el que ilustra Los primeros hombres en la Luna, de Wells, que más parece sacado de un pulp magazine americano de los años 30 o 40 que de una revista cultural francesa de 1905:

EL VIAJE A LA LUNA: Después de haber mostrado la invasión de los habitantes de los planetas sobre nuestra tierra, Wells nos transporta a la luna donde un hombre, con ayuda de una formidable máquina que se ha hecho construir, ha llegado; en este paisaje lunar, se encuentra con extraños habitantes, que le hacen sufrir atroces y bárbaras torturas.
EL VIAJE A LA LUNA
Después de haber mostrado la invasión de los habitantes de los planetas sobre nuestra tierra, Wells nos transporta a la luna donde un hombre, con ayuda de una formidable máquina que se ha hecho construir, ha llegado; en este paisaje lunar, se encuentra con extraños habitantes, que le hacen sufrir atroces y bárbaras torturas.


Escaneé y volví a maquetar el artículo, procurando que el resultado fuera lo más parecido posible al original; se puede descargar, en formato PDF, desde mi página web cuenta de Dropbox:

La Littérature fantastique & terrible / Gaston Deschamps . — 1905 [PDF]

¡Ojo!, que está lleno de spoilers... En francés, claro.

lunes, 26 de septiembre de 2005

Transhumanidad y posthumanidad en la CF (III)


La parejita

Si alguien tuviera para conmigo sentimientos de benevolencia, yo se los devolvería centuplicados; conque existiera este único ser, sería capaz de hacer una tregua con toda la humanidad.

La Criatura de Frankenstein en Frankenstein o El moderno Prometeo (1818), de Mary W. Shelley


Tras sufrir una serie de desengaños, la Criatura ha llegado a una conclusión sobre su relación con la humanidad: es imposible. Su única esperanza de felicidad es, pues, tener consigo a alguien de su propia especie, una compañera. La única manera de que esto pueda ocurrir es convencer a Frankenstein de que la fabrique.

Mi compañera deberá ser igual que yo y tener mis mismos defectos. Tú deberás crear este ser.

El temor de Frankenstein es que la nueva criatura se comporte como la primera y que ambos unan sus fuerzas para arrasar el mundo. Además está muy resentido contra la criatura por sus crímenes; siente, él mismo, deseos de venganza. Y desconfía de sus intenciones. Pero una mezcla de amenazas, promesas y argumentos termina convenciéndole de acceder. El segundo volumen de la novela se cierra con un trato entre Frankenstein y su Criatura.


Marcha atrás

Al cabo de un par de capítulos, avanzada ya la obra, al señor Frankenstein le da por pensar en lo que está haciendo (cosa rara en él, por cierto) y llegan las dudas.

Aunque Mary Shelley no lo menciona, el paralelo con el génesis bíblico (machista como él solo, por cierto) es muy claro. Shelley vuelve a colocar a Frankenstein en el lugar de Dios.

En La Biblia, éste crea al primer humano y ve que es bueno. Luego piensa que no es bueno que el hombre esté solo. «¿Y si le diera una compañera?», se dice. Dicho y hecho; Dios crea a la mujer... Y todo se va a la mierda.

«¿Y si le diera una compañera?», se plantea Frankenstein. Solo, sentado en su laboratorio tras una agotadora jornada de trabajo, esperando a que la luna acabe de salir para reanudarlo, Victor recapacita.

Frankenstein ha aprendido por las malas que imitar a Dios, seguir su línea de acción y pensamiento, puede ser muy perjudicial. Él (con mayúscula) podía darse el lujo de satisfacer sus curiosidades sin temer las consecuencias, que para eso era todopoderoso y omnipotente. Pero a Frankenstein ya le han ocurrido unas cuantas desgracias por imitarlo. ¿Es inteligente hacerlo por segunda vez?

¿Y si la nueva criatura sale peor que la anterior?

Peor aún... La Criatura no quiere una compañera para «estar acompañado y tener quien le ayude»; quiere alguien con quien poder follar. ¿Y si tienen hijos?

El primer hijo de Adán y Eva fue también el primer asesino. ¿Cómo será el hijo nacido de esta nueva unión?

Se propagaría entonces por la Tierra una raza de demonios que podrían sumir a la especie humana en el terror y hacer de su misma existencia algo precario. ¿Tenía yo derecho, en aras de mi propio interés, a dotar con esta maldición a las generaciones futuras? Me habían conmovido los sofismas del ser que había creado; sus malévolas amenazas me habían nublado los sentidos. Pero ahora por primera vez veía claramente lo devastadora que podía llegar a ser mi promesa; temblaba al pensar que generaciones futuras me podrían maldecir como el causante de esa plaga, como el ser cuyo egoísmo no había tenido reparos en comprar su propia paz al precio quizá de la existencia de todo el género humano.

¡Qué miedo! :-D

Un temor semejante embarga a los detractores del transhumanismo. Es una de las raíces de la oposición que ellos y otros grupos, más o menos conservadores, han ejercido tradicionalmente contra la posibilidad, ya real, de clonar a seres humanos, contra la eugenesia y contra la ingeniería genética orientada a la modificación del fenoma humano (u otras técnicas aplicables al mismo fin). Temen perder la libertad que creen disfrutar (como si no fuera una ilusión), dominados por los posthumanos. Temen la aparición de diferencias que amenacen la igualdad (otra ilusión) que es uno de los pilares del sistema político occidental. Pero, por encima de todo, temen el exterminio.


Conclusión

Frankenstein niega la vida a la criatura femenina cuya creación le exigió su primer engendro; es más: la destruye ante sus ojos, en un violento arrebato, mezcla de valiente decisión moral y chulesco corte de mangas.

Frankenstein es un héroe en el sentido clásico de la palabra, un ser excepcional capaz de grandes hazañas; para los anti-transhumanistas es un héroe también en el sentido moderno. Su decisión de dar marcha atrás en la creación de una compañera para su criatura, cuya venganza ha de acarrearle terribles desgracias, abortan la aparición de una especie posthumana que podría destruir a la humanidad.

La furia de la criatura, privada de pareja y, por ende, de cualquier futuro como individuo y como especie, se abatirá sobre los seres queridos de Frankenstein. Pero el sacrificio ha merecido la pena. Victor Frankenstein ha salvado al hombre.

Mary W. Shelley llamó a su obra Frankenstein o el nuevo Prometeo en recuerdo del titán creador de los humanos en la mitología griega. Frankenstein es el nuevo Prometeo no sólo por haber creado a un ser semejante a él sino también por su afán de saber y el sufrimiento que padece luego (como el titán) a manos de un ser superior a él, tras tomar una decisión arriesgada para proteger a la humanidad de las consecuencias de sus propios actos, cometidos por mor de un conocimiento reservado a los dioses.


Homo excelsior
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (I)
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Humanidad y posthumanidad (una aclaración)

martes, 20 de septiembre de 2005

Tiempo de cambios: crisis sociopolíticas y literatura de género (III)


La victoria de la evasión

Igual son figuraciones mías, pero los periodos de auge de la literatura de fantasía frente a otros géneros (y la paralela tendencia a incluir abundantes elementos de fantasía propiamente dicha en historias de ciencia ficción) parecen coincidir aproximadamente con momentos de crisis política o social a nivel internacional, especialmente las que afectan a EE.UU (principal país productor de este tipo de literatura) y los países occidentales.

Me refiero a cierto estilo de escribir ficción fantástica, un estilo que se ha puesto de moda varias veces en tiempos de tribulación, un estilo blando y suave, con dragones buenos, personajes que sueñan con ser delfines, brujas concienciadas, héroes ecológicos y demás mariconadas. :-)) Yo lo llamo “estilo mimosín”. :-)))

Hoy la ciencia ficción, más que “blanda”, es blandengue. Pero ya fue así antes.

Recordemos el periodo 1975-1985. El tipo de literatura fantástica que “mola” ahora en EE.UU. y que empieza a colarse aquí en las colecciones “serias” es el mismo que “molaba” entonces, pura evasión fantasiosa, a poder ser optimista, políticamente correcta y sin comeduras de tarro. Ciencia ficción blandengue con extraterrestres encantadores y niños responsables cogiditos de la mano y fantasía tonta para todos los públicos. Hasta las historias de terror daban más risa que miedo.

Aquello sucedió en EE.UU. bajo unas condiciones determinadas: crisis del programa espacial, crisis política internacional, guerra y crisis económica, bajo el gobierno de un presidente republicano especialmente... “especial”. ¿Os suena de algo?


2001, una odisea en el estercolero

2001 fue el año que dio comienzo no sólo a un nuevo milenio, sino a una etapa de continua inquietud internacional que aún no ha cesado, marcada por el terrorismo y la guerra, problemas agravados por la nefasta política de George Bush y sus aliados y que están afectando seria y negativamente a la economía y al bienestar de las personas en todo el mundo, por no hablar de sus derechos como ciudadanos, restrigidos en cierta medida en aras de la seguridad.

En 2001, el Hugo y el Nebula, principales galardones de la literatura fantástica norteamericana, tocaron fondo.

¿Casualidad? Posiblemente.

Mucha gente se sorprendió cuando le dieron el Hugo y el Nebula a Gaiman por American Gods en 2002. La novela no está mal, pero... jo, ¿no había libros mejores?

Bueno, ¡qué mala memoria! American Gods es una obra maestra al lado de los petardos que premiaron en 2001. El Nebula a la mejor novela se lo llevó una caca espantosa de Catherine Asaro titulada Rosa cuántica (yo la llamo Rosa emética), enésima de una serie de pasteles insufribles que podemos etiquetar como “space opera rosa”. Y del que ganó el Hugo basta con decir el título: Harry Potter y el cáliz de fuego.

—Toma castaña. ¡Le ganó a Tormenta de espadas!
—¡Harry Potter? ¡Amos, anda, no me jodas...! ¡Te lo estás inventando!
—¡Que no, que no! Que ha ganado el Hugo, tío.
—No puede ser. ¿En serio?
—En serio.
—...
—...
—Qué cabroncete. Casi me lo creo.
—¡Te juro que es verdad!

Escritores mediocres pero astutos o mercenarios sin escrúpulos a la hora de prostituir su talento producen sin cesar la literatura-soma que más halaga las fantasías masturbatorias de millones de lectores ávidos por evadirse de la miseria moral que los rodea... Entre ellos se reparte el 90% no ya del volumen del género, como especulaba Sturgeon, sino del volumen del negocio generado. Hacía mucho tiempo que la porquería no se vendía tan bien. Y nunca recibió mayores halagos.

jueves, 15 de septiembre de 2005

Tiempo de cambios: crisis sociopolíticas y literatura de género (II)


Los ricos también lloran

Todavía quedan lectores, decía. Estos, evidentemente, se pueden permitir el lujo de leer. Una perogrullada que no tuve en cuenta al principio, cuando hablaba de las sobredosis de realidad que sufre tanta gente.

Arrastrado por el aire que exhalaba yo al hablar,
se alejó mi pensamiento del asunto principal. :-))

Sin embargo, entre los casos que enumeré en aquella incendiaria réplica a Fernández-Armesto, había uno —precisamente el único real y que conozco directamente— muy significativo y que salva un poco mi demagógico discurso.

Me refiero a una persona muy bien formada y cualificada, de amplia cultura, con altos ingresos y todas sus necesidades materiales más que cubiertas, cuyo trabajo, que la obliga a tratar directamente con los aspectos más desagradables de la existencia, a salir del burladero de una vida cómoda para meterse en el ruedo de la ingrata realidad, comenzó afectando a su sueño y acabó deprimiéndola profundamente, lo cual incidía negativamente en su vida familiar, lo cual la deprimía aún más, metiéndola en un círculo vicioso de angustia vital.

Leía literatura realista, se cansó de ella (se agobiaba y le entraban ganas de ponerse videos de los Teletubbies) y comenzó a hacer incursiones en el fantástico, llevada por ese prejuicio tan habitual en los lectores de mainstream: el fantástico es una cosa ligera e intrascendente, etc., fácil de digerir, pues.

Empezó por H. P. Lovecraft. ¡Ay...! Bueno, tuvo suerte y comenzó con algo relativamente suave: las aventuras oníricas de Randolph Carter.

También probó la ciencia ficción, pero por lo general no quedó muy satisfecha. La ciencia ficción tiende a dejar un poso amargo, resulta a veces muy deprimente (pienso ahora en Los genocidas, la obra maestra de Thomas M. Disch). La CF, en fin, no le hacía tilín.

Se leyó varios libros de mi odiado Jar Jar Binks. Yo, consternado; ella, encantada. Después ha caído en sus inocentes manos, prestado por algún enemigo de la inteligencia, El código Da Vinci. Mi consternación aumenta, pero ella está contenta. Por lo menos, se distrae de sus penurias. Que no es poco.

Es un ejemplo de cómo una crisis personal puede llevar a un individuo a “bajar el listón” de sus lecturas con tal de agobiarse lo menos posible. Pero tengo la intuición de que algo parecido puede haber estado ocurriendo, periódicamente, a escalas mucho mayores.


Ciencia ficción versus fantasía

Por diferentes razones, los nuevos lectores de género fantástico se suelen decantar por la fantasía, en detrimento de la ciencia ficción.

No quiero meterme con la fantasía. De veras que me encanta; de hecho, cada vez me gusta más. Hay cuentos y novelas de fantasía maravillosos, fascinantes, sorprendentes, originales, profundos y bellamente escritos.

Pero... En fin, puede que la “Ley de Sturgeon” esté equivocada pero me da la impresión de que, en efecto, el porcentaje de porquería en la literatura de fantasía ronda o incluso supera ese mítico 90%.

La mayoría de los que cultivan este género suelen producir “fantasía basura”. Pura paja (sí, va con segundas). :-))) Bazofia de escasa o nula originalidad, plagada de tópicos trillados a más no poder, pensada únicamente para entretener. Literatura de consumo rápido que requiere poco esfuerzo y masajea convenientemente, cual aparato consolador, las ilusiones de poder y triunfo sobre la adversidad de los lectores.

En general, este tipo de fantasía exige menos a las neuronas que la ciencia ficción. Sólo la más cutre space opera se le puede comparar en este aspecto (y no son pocos los aficionados a la ciencia ficción que, abochornados, abogan por “expulsarla” de tal categoría).

Es más relajante leer sobre un gallardo caballero que, montado en un dócil y simpático dragón, salva a la princesa de un mago malvado... que leer sobre un científico loco que comete crímenes contra la humanidad y provoca un desastre que acaba con la vida “tal y como la conocemos” (una ficción como cualquier otra, por cierto). Especialmente si la vida “tal y como la conocemos” está cambiando a nuestro alrededor... y no precisamente para mejor.

La victoria de la evasión (disclaimer)


Con mi insistencia en la evasión puede parecer que reduzco la importancia de la fantasía a su capacidad para distraer a la gente de sus problemas. Nada más lejos de mi intención. Muchas obras de fantasía pura contienen crítica social, reflexiones políticas, enseñanzas filosóficas, etc. Pensemos, por ejemplo, ya que Nacho menciona 1984 al hilo de estas reflexiones, en la fabulosa (nunca mejor dicho) Rebelión en la granja, también de George Orwell.

Pero reconozcamos que dentro del género de fantasía hay una enorme cantidad de obras que sólo buscan eso: proporcionar una vía de escape, distraer... Igual que en cualquier otro género, desde luego; la ciencia ficción, obviamente, no es ajena a ello. Pero, entre los subgéneros del fantástico, la fantasía se lleva la palma.

Esto tiene mucha importancia para la cosa nostra, porque, no nos engañemos, lo que más vende es lo que entretiene más.

Y si en algo tiene razón Fernández-Armesto (me estoy obsesionando con este tipo, lo sé) es en el hecho de que la fantasía vende. Y en tiempos como los que nos toca vivir, se vende más aún. De eso va mi “mini-ensayo” Tiempo de cambios: crisis sociopolíticas y literatura de género, que estoy escribiendo estos días.

Quizá por eso (pero no sólo por eso; ya lo aclararé) la ciencia ficción con abundancia de elementos puramente fantásticos y grandes dosis de tontería, new-age, “buenrollismo” y corrección política («dragones buenos», como decía Jesús Palacios) tienen mejores ventas, en general, que la ciencia ficción “seria”.

Más: Tampoco digo que sea bueno evadirse por completo de la realidad. Soy un epicúreo convencido (aunque no muy consecuente que digamos) y sé que la moderación es la clave de una vida equilibrada y feliz. Nada es bueno en exceso; como dijo Aristóteles, «en el término medio está la virtud».

Pero el hecho es que hay muchas personas que, para bien o para mal, buscan esa evasión. Lo preocupante es que no haya manera de que la obtengan de libros un poco más dignos de elogio que El código da Vinci.

El amo ha muerto


El director de cine Robert Wise ha fallecido, a los 91 años de edad, de un ataque al corazón.

Ganador de cuatro Oscars, hizo diversas incursiones en el fantástico desde el mismo principio de su carrera como director, con La maldición de la mujer pantera, en 1944.

Dirigió películas de ciencia ficción como la mítica Ultimátum a la Tierra (1951, basada en el cuento de Harry Bates que da título a esta entrada), La amenaza de Andrómeda (1971), basada en la novela homónima de Michael Crichton, y Star Trek: La película (1979), primera de la serie cinematográfica, con el reparto de la serie de televisión original.

También trabajó el terror; su mejor película, dentro de este género, es La casa encantada (1963), basada en The Haunting of Hill House, de Shirley Jackson (novela que tuvo que esperar a que se rodara otra versión para ver la luz en España, con el título The haunting: La guarida).

Destacó en otros campos, como el género bélico (con la excelente El Yang-Tsé en llamas, protagonizada por un estupendo Steve McQueen), el drama (¡Quiero vivir!) y sobre todo el musical, con películas como West Side Story o Sonrisas y lágrimas.

Precisamente Wise iba a ser homenajeado por el Festival de Cine de San Sebastián, que ha programado una retrospectiva con sus películas. Una oportunidad, para quien pueda, de ver su trabajo y rendirle tributo.

martes, 13 de septiembre de 2005

Tiempo de cambios: crisis sociopolíticas y literatura de género (I)


Discutiendo en Usenet el artículo de Fernández-Armesto sobre la fantasía (según él, «el opio del ignorante y el indolente») que comenté en mi entrada anterior, hablé de gente que lo pasa realmente mal. Pobreza, marginación, sufrimiento moral... En condiciones penosas, la necesidad de evadirse de la triste realidad puede ser acuciante. Y ahí está la fantasía para paliar su sufrimiento existencial.

La fantasía es para muchos la única defensa; a veces, lo único que les separa del suicidio. ¿Opio? Más analgésica que estupefaciente, la fantasía les hace soportable la odiosa realidad; sin fantasía chillarían sin cesar, pidiendo la eutanasia.

Pero no caiga yo en el error de llevar la analogía tan lejos como el señor Fernández-Armesto. La fantasía no es opio ni morfina. Los libros de fantasía no son chutes de caballo ni rayas de speed ni un litro de brandy barato con agua cada tres horas. ¡Menos mal que hay fantasía, y menos mal que tiene éxito! Ojalá tuviera más éxito aún y desbancara a las drogas verdaderamente nocivas que otros utilizan, en lugar de «El Señor de los Anillos», para evadirse un rato de la existencia miserable, del establo a la sala de ordeño, en que se han convertido sus vidas.

¡Qué suerte tengo de saber leer y de que haya quien escriba y quien me sirva en dosis constantes un poco de su fantasía! ¡Cada noche, cada día! ¡Viva la ficción! ¡Arriba la fantasía! Si fuera un ignorante, no la buscaría con tanta ansia. Ya sé demasiado.

A esto, amigos, me refería con el término demagogia. :-D Obviamente, estaba exagerando; mi intención era enardecer los ánimos de mis lectores y creo que lo conseguí (expresiones como «olé tus huevos» o «toma realismo», viniendo de duros profesores de física, me han hecho sospecharlo). :-))

Exageraba, sí, pero algo de verdad hay en lo que dije. Preguntad a Antonio Rodríguez Babiloni cómo hubieran sido sus frecuentes estancias en el hospital sin sus amados libros de Jack Vance.


El nivel de la fantasía en la pirámide de Maslow

David Mendaña (quien espero que esté ocupado escribiendo literatura si no quiere que me enfade con él, pues cada vez lo veo menos en Usenet), inmune a mis trucos, me hizo notar que, si nos fijamos en la pirámide de Maslow e intentamos averiguar a qué altura se encuentra la necesidad de evadirse, de viajar mentalmente a un mundo de fantasía, probablemente hallaremos que se encuentra muy cerca de la cúspide (para los que no conozcan el modelo, las necesidades básicas están, como su nombre indica, en la base).

Ello ponía en la picota algunos de los ejemplos que yo había puesto durante mi arenga; estábamos hablando de lectores y esas personas, en condiciones tan extremas, deben de leer muy poco... A lo sumo, revistas del corazón o diarios deportivos. La mayoría, sospechamos (y las estadísticas parecen confirmarlo), ni siquiera eso.

Tengo que darle la razón. Sin embargo, la necesidad de evadirse está ahí; para satisfacerla, simplemente, esas gentes atribuladas recurrirán a medios que puedan permitirse.

Hace un siglo la literatura era consumida masivamente. Había para todos los gustos y todos los bolsillos; ahí estaban las dime novels (predecesoras de las publicaciones pulp), que hasta los niños podían permitirse comprar. La revolución educativa de finales del XIX había creado una gran cantidad de lectores potenciales que se volcó en las dime novels, muchas de las cuales publicaban material de género fantástico (para entonces, hacía más de quince años que habían aparecido los primeros trabajos de H. G. Wells, un escritor de tendencias izquierdistas cuyas historias sintonizaban perfectamente con las preocupaciones de la clase obrera, gracias a lo cual el género fantástico se hizo popular; Wells se hizo rico y triunfó... donde Poe, a pesar de su enorme talento, había fracasado décadas antes). Además, lo que es muy importante, todavía no había llegado la competencia de la radio y la televisión.

Hoy la situación es totalmente distinta. Hay muchísimos menos lectores.

Pero haylos.

sábado, 10 de septiembre de 2005

Fantasía y lotofagia... o cómo confundir "ocio" con "opio".


Hace tiempo, en respuesta a un artículo del historiador Felipe Fernández-Armesto, hice un encendido elogio de la fantasía. Empleando mi mejor tono exaltado y mi famosa habilidad demagógica, di gracias a la humanidad por haberla creado. Para Fernández-Armesto, la fantasía es «el opio del ignorante y el indolente», algo pernicioso (aunque, paradójicamente, confiesa disfrutar de sus placeres). Para mí, la fantasía es un alivio maravilloso por el que hay que dar gracias.

Fernández-Armesto: «El realismo es definitivamente interesante: por ello la observación social es la base de todos los mejores libros del mundo. Cuando existe tanta realidad a nuestro alrededor, es dificil de entender por qué las audiencias se inclinan por la fantasía.»

Mallart: «Es muy fácil interesarse por la realidad cuando ocupas una cátedra en Londres; estás realizado, apenas alienado (tan poco que ni te das cuenta... y si llegas a percibirlo te encoges de hombros y piensas: “otros están peor; que me quiten lo bailao”, quizá recordando la última novela realista que leíste), trabajando en algo que te gusta. Pero para muchísima gente la realidad es una mierda.

»Hay que ser masoquista para sobrellevar una vida difícil, llena de sinsabores, de desagradables encontronazos con esa realidad que tanto interés despierta en Fernandez-Armesto, y salir a buscar otra dosis en tu escaso tiempo de ocio. El realismo es para la elite acomodada, que puede observar la triste y cruda realidad desde la barrera, sin padecerla, sin que le salpique.

Yo creo que es fácil de entender. Existe un deseo creciente de evadirse de una realidad desagradable. Siempre ha estado ahí, pero en tiempos de crisis (como los actuales), lógicamente, la necesidad aumenta. Tal vez si algunos se dedicaran a mejorar el presente en vez de analizar tan minuciosamente el pasado, ese deseo de evasión no fuese tan acuciante.

La población lectora no es ajena a esto, evidentemente.

El siglo XIX vio nacer la literatura fantástica moderna. El fantástico encontró sus primeros éxitos en las capas altas de la sociedad, la aristocracia y la rica burguesía industrial, atrapados por el romanticismo. Para ellos, la realidad era demasiado fea como para molestarse en prestarle atención durante demasiado tiempo. Pero, a nivel popular, el XIX fue el siglo del realismo. Sin televisión ni cine, las masas leían (mucho más que ahora, desde luego) y empezaban a interesarse por su clase, ya que nadie más lo hacía. Leían historias en las que autores como Zola, Hugo, Dickens o Balzac retrataban las penurias que ellos mismos podían experimentar. Quizá fuese una forma de consuelo ver que otros lo pasaban igual o peor. Quizá fuese una forma de conocerse y adquirir conciencia de clase, que falta les hacía en las condiciones en que se hallaban.

Hoy, la gente “bien” se interesa por la fea realidad, por los desfavorecidos... ¡Qué guay!... Siempre que no haya que mancharse ni tratar directamente con ellos, claro. (Recomiendo la lectura de El camino de Wigan Pier, de George Orwell; la cosa no ha cambiado tanto como pueda parecer.)

En cuanto a las masas de gente pobre, en su inmensa mayoría, ya no leen. Han encontrado otros entretenimientos, especialmente en la televisión.

Precisamente ahí es donde debería apuntar Fernández-Armestos con su dedito acusador. La tele, con su telebasura; eso es verdaderamente el opio del ignorante y del indolente: Aquí hay tomate, ¿Dónde estás, corazón?, Salsa rosa, los programas de comadreo, los culebrones lobotomizantes. ¡No Tolkien! ¡Ni Julio Cortázar! Y aquí no se me caen los anillos por generalizar como lo hizo, tan bastamente, Fernández-Armesto.

jueves, 8 de septiembre de 2005

Fe poética y sentido de la maravilla


Era una mañana de domingo, si no recuerdo mal. Terminaba la Semana Santa del año 2000, último del milenio, y me encontraba rodeado de libros y de amigos internautas, recorriendo arriba y abajo la mítica Cuesta de Claudio Moyano, en Madrid.

Nuestro decano, diaspar, estaba cerca de mí charlando con el profesor Vilches. Yo estaba revolviendo libros, buscando alguna joya descatalogada de ciencia ficción que hubiese escapado a mi traidora incursión de la hora prima. Entonces diaspar se dirigió a mí, recordando unos mensajes que habíamos cruzado unos pocos meses antes en Usenet, para preguntarme por la “suspensión de incredulidad”.

—¿Cómo era aquello, Jean?, cómo lo decías... ¿Interrupción de la credulidad?
—Suspensión de incredulidad, abu, pero en realidad eso no es mío; lo aprendí de Asimov, que a su vez lo aprendió de... No me acuerdo, un poeta inglés.

Si el Doctor Slump hubiese estado atento a las palabras de los Sesudos Varones, habría dicho que él lo aprendió de Tolkien, pero estaba a varios metros de distancia intentando seguir el ritmo de los demás, que volaban cual colibríes bibliómanos de puesto en puesto, libando literatura fantástica sin cesar.

El inglés al que me refería era Samuel Taylor Coleridge, el gran esteta, poeta y profeta del Vurt que acuñó la expresión (willing suspension of disbelief) en el capítulo XIV de su ensayo de estética Biographia Literaria, de 1817:

In this idea originated the plan of the “Lyrical Ballads”; in which it was agreed, that my endeavours should be directed to persons and characters supernatural, or at least romantic; yet so as to transfer from our inward nature a human interest and a semblance of truth sufficient to procure for these shadows of imagination that willing suspension of disbelief for the moment, which constitutes poetic faith. Mr. Wordsworth, on the other hand, was to propose to himself as his object, to give the charm of novelty to things of every day, and to excite a feeling analogous to the supernatural, by awakening the mind's attention from the lethargy of custom, and directing it to the loveliness and the wonders of the world before us; an inexhaustible treasure, but for which, in consequence of the film of familiarity and selfish solicitude we have eyes, yet see not, ears that hear not, and hearts that neither feel nor understand.

Algunos autores llaman a lo mismo “suspensión de credulidad” —lo que es un error— y muchos escriben “suspensión de la incredulidad”, una traduccción correcta del original. Otros prefieren el más erudito “fe poética”, que aparece al final de la misma frase en el texto de Coleridge.

El término, muy corriente en teoría literaria, se refiere al efecto que una buena narración puede ejercer sobre un lector receptivo, elevando su umbral de credulidad y llegando a anular la conciencia de que lo que está leyendo es una ficción.

Un ejemplo magistral es El guardián entre el centeno, la famosa novela de John D. Salinger protagonizada por el precoz adolescente Holden Caulfield.

Lo que hace a esta obra tan efectiva en la suspensión de incredulidad es su extrema oralidad. Ya en la primera página, el joven protagonista remarca eso repitiendo una y otra vez lo que nos va a “contar”, de qué va a “hablarnos”, lo que nos “dice”. Estas expresiones lo acercan a nosotros, nos hacen sentir que estamos escuchándole directamente.

El éxito de esta obra radica en la forma, no en los temas que trata, que son universales y pueden rastrearse por multitud de libros. Este modo de expresión, tan naturalista, es como un “amplificador” de las reflexiones de Holden; las realza, les proporciona nitidez y vida.

Requiere un esfuerzo recordar que Salinger es el autor de esta historia y que Holden no es más que un personaje de ficción; que es un maduro escritor quien nos ha envuelto en sus artes literarias, no un muchacho imberbe. Eso es... ¿magia? No, es suspensión de la incredulidad.

Salinger era un tipo maduro cuando escribió la novela (y no muy agradable como persona, por cierto). Nada que ver con Holden Caulfield. Es su habilidad demiúrgica lo que nos hace sumergirnos en la vida de este adolescente, al que “escuchamos” como si lo tuviéramos delante, contándonos sus cosas, en la mesa de un café.

Naturalmente, en la cosa nostra [la literatura fantástica] es más difícil lograr que el lector se sumerja en esa especie de realidad virtual que le proporciona el escritor. No es lo mismo El guardián entre el centeno que El guardián de Lunitari. :-))

Es fundamental la predisposición del lector para superar el obstáculo, bastante mayor que la mera ficción, del elemento fantástico. Sospecho que por esto no gusta a todo el mundo (un ejemplo es mi madre, tremenda escéptica, incapaz de dejarse camelar ni siquiera para pasar el rato). Sencillamente, los amigos del fantástico tenemos un umbral de credulidad más alto (algunos, demasiado alto :-D).

En el género de ciencia ficción, una presentación verosímil de los elementos fantásticos redunda en una mayor eficacia a la hora de suspender la incredulidad del lector.

Por eso hay quienes disfrutan con la ciencia ficción (y muchos, dentro de este género, prefieren la vertiente más hard) y no pueden con la fantasía,... salvo algunas excepciones, capaces de satisfacer al público más diverso, como la Canción de Hielo y Fuego de George R. R. Martin, autor que ha hecho un esfuerzo extraordinario para apuntalar con su estilo directo y crudo, “realista”, la suspensión de incredulidad en sus lectores (y esto nos lleva a la segunda parte de este artículo).

Directamente relacionada con la suspensión de incredulidad está el llamado sentido de maravilla (sense of wonder).

Acuñada por el escritor y crítico de género fantástico Damon Knight, esta expresión no requiere demasiada explicación. Es la capacidad de resucitar en el lector ese placentero asombro que sentíamos siendo niños ante el descubrimiento de lo extraordinario. Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que vi de cerca un elefante africano, en el zoo de París. Uaaau.

Esto, que es dificilísimo de conseguir en literatura, depende directamente de cómo se gestione la suspensión de incredulidad en el lector.

Un buen ejemplo es la serie de Martin, donde el estilo naturalista y la sabia dosificación de elementos fantásticos apuntalan la suspensión de la incredulidad (principal dificultad del género) y, al mismo tiempo, crean un contraste muy efectivo con los momentos de pura fantasía, que son así realzados, despertando en el lector ese sentimiento de maravilla del que hablamos.

También se me ocurre, en el difícil género de superhéroes, la serie comiquera Alias, de Brian Michael Bendis, para la línea adulta de Marvel Comics (no confundir con la serie televisiva de J. J. Abrams).

El planteamiento “realista” de Bendis (un paso más allá de las actualizaciones cool, presuntamente “molonas”, de guionistas como Ellis o Morrison) funciona exactamente de la misma manera, realzando los elementos fantásticos. Comics como Powers, quizás su mejor obra, o Astro City, de Kurt Busiek, redescubren al lector la maravilla que despertaba la parafernalia superheroica en los viejos tiempos y que, poco a poco (por saturación, supongo) fue disminuyendo en el respetable a lo largo de la cínica década de los 70.

«Vurt», de Jeff Noon

☆☆☆☆☆

What if you slept? And what if, in your sleep, you dreamed? And what if, in your dream, you went to heaven and there plucked a rare and beautiful flower? And what if, when you awoke, you had the flower in your hand? Ah, what then?

Samuel T. Coleridge


Todos tenemos a alguien de cuya opinión sabes que te puedes fiar a la hora de enfrentarte a nuevas lecturas; gente que no te falla, que siempre acierta con las recomendaciones. Uno de estos guías que nunca me fallan es Miquel Nicolás, Neko.

Gran conocedor del género fantástico, incisivo, curioso y viajero, me ha descubierto a autores imprescindibles como Iain M. Banks, uno de sus favoritos (con M o sin ella), Neil Stephenson (Snow Crash), China Mièville (La estación de la Calle Perdido) y hasta la Canción de Hielo y Fuego la recomendó él antes que nadie que yo conozca (lee mucho en inglés, algo a lo que también me animó, y te pone sobre aviso de las novedades interesantes con mucha antelación).

Uno de sus mayores aciertos fue recomendarnos Vurt, de Jeff Noon. ¡Qué novela! Alucinante (y nunca mejor dicho).

Yo lo recomiendo a todos los dickianos del grupo sin reservas. Y no voy ni a decir de qué va porque sería una estupidez. ¿Que no me creen? Ya lo verán...

A mí me gusta bastante Philip K. Dick y, teniendo en cuenta quién lo recomendaba, no lo dudé.

La novela es todo un viaje; te sumerge desde el principio en la acción, convirtiéndote en testigo de la misma, en un entorno extraño que Noon presenta sin explicaciones castrantes, a palo seco, dejando que vayas asimilándolo y adaptando tu visión, poco a poco, al oscuro escenario en que se mueven sus personajes. Con una estética próxima al cyberpunk, la novela se puede encuadrar dentro de la “movida dickiana” —expresión simplificadora pero significativa; Vurt es como un chute de Ubik (inyéctesela según las instrucciones)— de historias que exploran la labilidad de los límites entre diferentes realidades, estados de conciencia, etc. Pero al mismo tiempo es muy original, salvaje, seductora, tiernamente punk.


Sobre el argumento, sobran explicaciones. Es verdad lo que decía Miquel; es mejor enterarse sobre la marcha. Como señalaba César Higuero en el mismo “hilo”, para explicarlo prácticamente hay que contar la historia, lo que quita parte de gracia al asunto.

Publicada en 1993, cuando el autor tenía 36 años, ganó el Premio Arthur C. Clarke a la mejor novela británica de ciencia ficción y es una de las 100 mejores novelas de la historia del género según una votación del grupo de noticias de Usenet es.rec.ficcion.misc celebrada en 2003. ¡Y es una opera prima!

Hay que experimentarla.

lunes, 5 de septiembre de 2005

Transhumanidad y posthumanidad en la CF (II)


Frankenstein

Nadie puede concebir la variedad de sentimientos que, en el primer entusiasmo por el éxito, me espoleaban como un huracán. La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias que yo rompería el primero, con el fin de desparramar después un torrente de luz por nuestro tenebroso mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberían su existencia. Ningún padre podía reclamar tan completamente la gratitud de sus hijos como yo merecería la de éstos.

Victor Frankenstein en Frankenstein o El moderno Prometeo (1818), de Mary W. Shelley



El creador

Victor Frankenstein es un sabio suizo del siglo XVIII, criado en un ambiente selecto, en plena Ilustración. Su interés por la “filosofía natural”, por las ciencias naturales, comienza siendo casi un niño cuando, por casualidad, descubre las obras del alquimista Cornelius Agrippa, que su padre rechaza como “tonterías”. Sigue el jovencito Frankenstein, sin embargo, animado por un punto de rebeldía juvenil, leyendo las fascinantes tonterías que serán la base ideológica de sus futuras obsesiones:

Puede parecer extraño que en el siglo XVIII surja un discípulo de Alberto Magno, pero nuestra familia no era científica, y yo no había asistido a ninguna de las clases que se daban en la universidad de Ginebra. Así pues, mis sueños no se veían turbados por la realidad, y me lancé con enorme diligencia a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. Pero era esto último lo que recibía mi más completa atención: la riqueza era un objetivo inferior; pero ¡qué fama rodearía al descubrimiento si yo pudiera eliminar de la humanidad toda enfermedad y hacer invulnerables a los hombres a todo salvo a la muerte violenta!

La longevidad y la inmunidad ante las enfermedades son, por cierto, dos de las principales obsesiones del transhumanismo; es más, para la mayoría de los transhumanistas actuales, la vejez es una enfermedad.

Años después, recién llegado a la Universidad de Ingolstadt, Victor se entrevista con el profesor Krempe, que le pregunta qué sabe sobre filosofía natural. El muchacho le habla de los libros de alquimia que ha estado estudiando. El asombro de Krempe es monumental. No sin cierta indignación, le recrimina sus lecturas tachándolas de inútil pérdida de tiempo; Paracelso y Alberto Magno no tienen lugar en la Era de la Ilustración. El jovencito Frankenstein tendrá que empezar de nuevo sus estudios.

Así lo hace. Años después, Victor ya ha logrado su gran hazaña —la creación de un ser vivo a su imagen y semejanza— y se recupera, en compañía de su amigo Henri Clerval, de la crisis nerviosa que la sucedió. Krempe, que ignora lo ocurrido, se encuentra con ellos casualmente y lo elogia con viveza:

—¡Maldito chico! —exclamó—. Le aseguro, señor Clerval, que nos ha superado a todos. Piense lo que quiera, pero así es. Este chiquillo, que hace poco creía en Cornelius Agrippa como en los evangelios, se ha puesto a la cabeza de la universidad. Y si no lo echamos pronto, nos dejará en ridículo a todos...

Victor Frankenstein es un genio científico. Y, como muchos genios científicos enamorados de su trabajo, un absoluto necio en todo lo demás; cree saberlo todo sobre la vida pero en verdad es tan ciego como un topo miope a sus realidades. Su ceguera, su estupidez, su criminal irresponsabilidad, le pasarán una terrible factura.

Ha jugado a ser Dios. Ha cometido hybris y ya las Erinias se abalanzan sobre él.


La Criatura

La Criatura de Frankenstein despierta a la conciencia en soledad, como Hayy en El filósofo autodidacto de Ibn Tufayl. Pero no tiene tanto tiempo como Hayy para dedicarlo a meditar sobre su situación y la soledad no le durará demasiado. Está inmerso en la humanidad que lo rodea e interfiere en sus pensamientos y sentimientos, moldeándolos, corrompiendo su inhumana inocencia.

Su primer contacto con la humanidad es desalentador. Los habitantes de un pueblo lo reciben a pedradas. Pero luego encuentra refugio en las proximidades de una familia a la que espía y de la que aprende muchas cosas, incluido el propio concepto de familia. Esto le lleva a preguntarse quién es:

Ningún padre había vigilado mi niñez, ninguna madre me había prodigado sus cariños y sonrisas; en caso de que hubiera ocurrido, mi vida pasada se había convertido para mí en un borrón, un vacío en el que no distinguía nada. Me recordaba desde siempre con la misma estatura y proporción. No había visto aún ningún ser que se me pareciera o que me exigiera tener con él alguna relación. ¿Qué era entonces? La pregunta surgía una y otra vez sin que pudiera responder a ella más que con lamentaciones.

Pronto se percata de que es diferente a los humanos que ha ido encontrando y conociendo. Para empezar, la Criatura es un gigante; mide unos dos metros y medio (su creador había pensado que sería más fácil ensamblar sus componentes si estos eran grandes). Además, su rostro es muy feo, arrugado, pálido, en contraste con el largo cabello negro que lo enmarca; sus claros ojos se hunden en sus cuencas, inexpresivos; sus labios son finos y negruzcos. Su aspecto es, como él mismo reconoce, repulsivo.

Su velocidad y fuerza son sobrehumanas. Su poderosa inteligencia le permite adquirir conocimientos y procesarlos a una velocidad impresionante. No es simplemente inhumano; es más que humano, un metahumano.


Metahumanidad

El transhumanismo, como corriente filosófica, sólo tiene una visión de la posthumanidad: es superior, mejor que la humanidad “de toda la vida”, más que humana. Los posthumanos son superhombres. Están más allá de la humanidad. Son metahumanos.

(Evidentemente, no tiene por qué ser así y la ciencia ficción ha explorado también esas otras posibilidades de posthumanidad, que ya comentaré. De momento, me limito a introducir el concepto de metahumanidad.)

El término metahumano (acuñado en la miniserie Invasion! de DC Comics, posiblemente por Keith Giffen) implica una mejora sobre las habilidades humanas normales. La Criatura de Frankenstein no tiene capacidades anormales; no vuela como Superman, por ejemplo. Un hombre normal puede hacer las mismas cosas, pero el metahumano las hace mejor. La Criatura levanta más peso, corre más rápido, tiene mejores reflejos y su cerebro es más potente que el de un hombre normal.

La Criatura de Frankenstein es uno de los primeros metahumanos de la literatura moderna. Un dios surgido de entre los hombres; no sólo surgido entre ellos, sino creado por uno de ellos. Asistimos así no sólo a una inversión del orden natural, como comentábamos en la introducción, sino a una inversión del orden sobrenatural, metafísico: el hombre crea al dios, la humanidad da origen a la divinidad.

Nietzsche bate palmas.

Para muchos, esto es una blasfemia. Un síntoma del síndrome que parece aquejar a los conservadores detractores del transhumanismo, muchos de los cuales son religiosos fundamentalistas: el llamado “complejo de Frankenstein”.


El complejo de Frankenstein

En los relatos de robots de Isaac Asimov, la humanidad, hacinada en la Tierra, siente un miedo y una desconfianza crecientes hacia sus esclavos mecánicos. A esta aversión la bautizó Asimov como “complejo de Frankenstein”. Un nombre bastante adecuado.

La idea es que las personas temen que la criatura se vuelva contra su creador, como ocurre en la novela de Mary Shelley. Esto es imposible en el caso de los robots asimovianos, programados con unas estrictas leyes que les impiden absolutamente causar algún daño a alguien. Son simples herramientas, como se esfuerzan en explicar los personajes principales de estas historias, con Susan Calvin a la cabeza: no suponen amenaza alguna, tan sólo han de ser utilizados como es debido. (Por suerte, Asimov se las arreglaba siempre para que alguien los utilizase mal, con consecuencias de lo más entretenidas.)

Sin embargo, la mayoría de los terrestres, hacinados en sus Cavernas de acero, ignorantes, supersticiosos, siguen temiendo a los robots. Porque los robots son, en muchos sentidos, superiores a ellos. El hombre teme instintivamente lo que es más fuerte que él. Sólo la razón, sentada en el trono de la mente, puede contrarrestar ese sentimiento. Si no fuera por nuestra humana racionalidad, estaríamos siempre acojonados por algo. :-))

¿Y si los robots tuvieran libre albedrío, si fuesen capaces de actuar según su soberana voluntad, liberados de alguna manera de su estricto código de conducta? ¿Y si pudieran sentir y sintieran rencor, odio o furor, deseos de venganza o muerte? ¡Ah, el horror!... ¡Cuidado con Robbie, el robot asesino! :-D

La criatura de Frankenstein —a quien llamaremos simplemente “la Criatura” a partir de ahora—, no es una simple herramienta ni está sujeto a ley alguna; es autónomo y perfectamente capaz de causar daño, como su irresponsable creador tendrá ocasión de comprobar. No le faltan motivos para estar cabreado, para desear que su creador sufra. Y, en efecto, su odio se desata y causa a Victor Frankenstein (y al cautivo lector) un indecible horror.

Ya hemos comentado los temores de Fukuyama y el resto de anti-transhumanistas hacia la posibilidad de que la transhumanidad llegue a cuajar. Sufren el complejo de Frankenstein pero esta vez no es una mera ficción, es casi una realidad, está a la vuelta de la esquina.

Las referencias de los detractores del transhumanismo a este gran clásico del género fantástico no son nada casuales. En efecto, la Criatura es un posthumano, superior a su creador en muchos sentidos. Es el primero de una nueva raza. ¡Y es un monstruo!


El primer posthumano de la ficción moderna

Creo que es necesario hacer una precisión sobre los llamados posthumanos.

Hay quien puede pensar, al oir la palabra, que se refiere a los futuros sucesores de una humanidad obsoleta o extinta. No tiene por qué ser así, como el caso de la Criatura deja en evidencia. Los posthumanos son posthumanos porque su aparición es posterior a la de la humanidad, simplemente.

Nuestra especie, Homo sapiens sapiens, ha convivido antes con otras “humanidades” (que sepamos, el hombre de Neanderthal y el hombre de Flores). Probablemente, si la transhumanidad se produce, será un proceso lento. En tal caso, nuestra especie tendrá que convivir durante un tiempo con una o más especies posthumanas.

La Criatura, decíamos, es un posthumano. Más alto, más fuerte, más rápido... más inteligente y más feo que nadie.

El mismo concepto de humanidad entra en jaque con su aparición. ¿Qué es la humanidad para que excluyamos de ella a seres tan semejantes a nosotros, con las que compartimos tantos rasgos y cualidades? La respuesta es peliaguda, menos sencilla de lo que parece. El debate sobre esta cuestión está en el centro de toda la polémica transhumana.


Dios enloquecido, el monstruo definitivo.

Los anti-transhumanos como Francis Fukuyama temen que las bases de igualdad que sostienen nuestro sistema sociopolítico vuelen por los aires con la aparición de los posthumanos, cuyas diferencias radicales respecto de la humanidad la apartan de la misma.

Lo cuenta el especialista Bart Simon en su introducción al especial sobre posthumanismo de la revista Cultural Critique, comentando la obra de Fukuyama: «Mientras que el progreso científico es necesario y deseable para el bien de todos, si no se controla, si se desata, ese progreso amenaza con alterar las condiciones de nuestra común humanidad con terribles costes sociales en perspectiva. Esta amenaza es fundamental para Fukuyama: la tecnología genética alterará las bases materiales y biológicas de la natural igualdad humana que sirve como base de la igualdad política y los derechos humanos. “¿Qué pasará con los derechos políticos cuando seamos capaces, en realidad, de criar a gente con sillas de montar en sus espaldas y a otros con botas y espuelas incorporadas?”, se pregunta Fukuyama. (Our Posthuman Future: Consequences of the Biotechnology Revolution).»

Lo aterrador, en realidad, es perder lo que nos hace humanos: el control de las emociones, la razón. Nuestro lado salvaje, descontrolado. El instinto salido de rosca, la emoción desatada, el libre albedrío esclavo de uno u otra, son las que convierten a los avanzados y eficientes Nexus 6 de Blade Runner en monstruos, las que vuelven peligrosa a la Criatura de Frankenstein. Son, en fin, las que nos hacen peligrosos y terroríficos a los humanos. Lo que hace peligroso a Victor Frankenstein.

Pero el ser creado por Frankenstein, aunque es un producto de la tecnología humana, no es una herramienta. No nació para cumplir ninguna función; es un capricho científico.

Esta diferencia entre él y otros monstruos producidos por el hombre es esencial para entender el complejo de Frankenstein. Los anti-transhumanistas temen el capricho y la irresponsabilidad humanas, y no les falta parte de razón, sobre todo si pensamos en Victor Frankenstein y su Criatura.


Homo excelsior
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (I)

Transhumanidad y posthumanidad en la CF (III)
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (IV)
Sobre «Transhumanidad y posthumanidad en la CF»
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (V)
Humanidad y posthumanidad (una aclaración)

domingo, 4 de septiembre de 2005

El filósofo autodidacto

☆☆☆½

Hace años, durante una conversación en es.humanidades.filosofia, el foro de Usenet especializado en exabruptos y palabrería sin sentido, salió el nombre de Robinson Crusoe. Como siempre que se hace mención a un personaje de ficción, mis orejas virtuales se irguieron alertas. La idea del contertulio Blume (uno de los pocos que se molestaba en debatir cuestiones filosóficas en ese foro, y con mucho acierto) es que Crusoe, en realidad, nunca estuvo solo en la isla, sino que miles de generaciones anteriores a él le permitieron sobrevivir:

La idea es que lo que llamamos mente es, en realidad, una construcción colectiva. Esto, a su manera, lo dicen autores muy diferentes, desde Heidegger (pensar es agradecer) hasta los filósofos que, como D. Dennet, utilizan la teoría de la evolución para derrocar el concepto lockeano de mente (individual, como la de Dios o cada uno de los hombres) entendida como una herramienta más compleja que sus productos. La idea no es nueva, ni mucho menos, y tiene que ver con el antiguo tópico de “enanos a hombros de gigantes”. Sin embargo, a pesar de tenerla a su disposición, el racionalismo a lo Descartes ha sido demasiado influyente a este respecto, y ha propagado el mito de que la mente progresa --actúa racionalmente-- en la medida en que hace tabla rasa de la cultura (en el lenguaje de Descartes, del “prejuicio”). En realidad no hay nada en nuestras acciones que no implique una deuda con el resto de los hombres: desde abrir el grifo por la mañana hasta encender el interruptor de la luz por las noches. ¿Cómo puedo llamarme “inteligente” por tener agua corriente o luz eléctrica, cuando eso es algo que debo siempre a otros? En el ámbito de las ideas ocurriría lo mismo: ¿cuántos errores y aciertos son necesarios antes de que Einstein pueda hablar de la relatividad o Wittgenstein decir que no hay lenguajes privados?

Al hilo de todo esto me acordé de una antiquísima novela (del siglo XII, nada menos) titulada El filósofo autodidacto, novela que, en mi opinión, pertenece al fantástico (incluso, si me apuráis, al género de ciencia ficción).

Es todo un clásico. Su autor, Abú Bakr ibn Tufayl, nacido (ojo al dato) en Guadix hacia el año 1110, presentó al gran Averroes ante la corte almohade, en Marrakesh, cediéndole su puesto de médico del califa. Es muy curiosa la descripción que el propio Averroes hace de aquel encuentro, que conocemos porque se lo contó a un discípulo suyo, ibn Yahyà, que se lo contó a un historiador de la época, Abd al-Walid.

Ibn Tufayl era sufí practicante, un místico, pero también un científico, un hombre ilustrado y amante de la filosofía. El filósofo autodidacto fue su intento por unir filosofía y sufismo, poniendo la primera al servicio de un fin místico: llegar al éxtasis, al conocimiento íntimo de Dios, mediante la razón. En definitiva, un desarrollo de la idea ya apuntada por Avicena sobre las etapas que el gnóstico debe ir superando para alcanzar la unión mística, pero mostrado en forma de novela, cuyo protagonista ejemplifica el proceso. Y aquí viene lo bueno. :-)

El protagonista de El filósofo autodidacto es un tal Hayy. Hayy es, en el sentido que apuntaba Blume, el “anti-Robinson”. Aparece de pronto, recién nacido, en una isla desierta y llega a la madurez sin haber visto nunca a otro ser humano. El autor da dos posibles explicaciones de su origen (en la mejor tradición novelística, inventándolo todo): o bien Hayy era el hijo bastardo de una princesa que lo arrojó al mar para evitar el deshonor, o bien nació en la isla por generación espontánea (la explicación de Tufayl sobre cómo pudo suceder esto es de lo más divertido). Pero es un hombre, capaz de razonar. Como no tiene nada más que hacer, se dedica a hacerse preguntas y a cavilar para responderlas. En el proceso, Hayy va conociendo la realidad circundante y se adapta a ella guiado por la razón, y va perfeccionando su conocimiento de las cosas hasta ser capaz de entrar en éxtasis.

Es corto, muy agradable de leer y sustancioso. La verdad es que afronté su lectura como una obligación, pero en seguida me enganchó y lo leí con placer. Se puede encontrar una excelente edición de Emilio Tornero, con traducción de Ángel González Palencia, en la Editorial Trotta, colección Al-Andalus (por cierto, coordinada por Andrés Martínez Lorca, que fue profesor mío en la UNED y cuyos libros recomiendo), con el ISBN 84-8164-059-X.