jueves, 8 de septiembre de 2005

Fe poética y sentido de la maravilla


Era una mañana de domingo, si no recuerdo mal. Terminaba la Semana Santa del año 2000, último del milenio, y me encontraba rodeado de libros y de amigos internautas, recorriendo arriba y abajo la mítica Cuesta de Claudio Moyano, en Madrid.

Nuestro decano, diaspar, estaba cerca de mí charlando con el profesor Vilches. Yo estaba revolviendo libros, buscando alguna joya descatalogada de ciencia ficción que hubiese escapado a mi traidora incursión de la hora prima. Entonces diaspar se dirigió a mí, recordando unos mensajes que habíamos cruzado unos pocos meses antes en Usenet, para preguntarme por la “suspensión de incredulidad”.

—¿Cómo era aquello, Jean?, cómo lo decías... ¿Interrupción de la credulidad?
—Suspensión de incredulidad, abu, pero en realidad eso no es mío; lo aprendí de Asimov, que a su vez lo aprendió de... No me acuerdo, un poeta inglés.

Si el Doctor Slump hubiese estado atento a las palabras de los Sesudos Varones, habría dicho que él lo aprendió de Tolkien, pero estaba a varios metros de distancia intentando seguir el ritmo de los demás, que volaban cual colibríes bibliómanos de puesto en puesto, libando literatura fantástica sin cesar.

El inglés al que me refería era Samuel Taylor Coleridge, el gran esteta, poeta y profeta del Vurt que acuñó la expresión (willing suspension of disbelief) en el capítulo XIV de su ensayo de estética Biographia Literaria, de 1817:

In this idea originated the plan of the “Lyrical Ballads”; in which it was agreed, that my endeavours should be directed to persons and characters supernatural, or at least romantic; yet so as to transfer from our inward nature a human interest and a semblance of truth sufficient to procure for these shadows of imagination that willing suspension of disbelief for the moment, which constitutes poetic faith. Mr. Wordsworth, on the other hand, was to propose to himself as his object, to give the charm of novelty to things of every day, and to excite a feeling analogous to the supernatural, by awakening the mind's attention from the lethargy of custom, and directing it to the loveliness and the wonders of the world before us; an inexhaustible treasure, but for which, in consequence of the film of familiarity and selfish solicitude we have eyes, yet see not, ears that hear not, and hearts that neither feel nor understand.

Algunos autores llaman a lo mismo “suspensión de credulidad” —lo que es un error— y muchos escriben “suspensión de la incredulidad”, una traduccción correcta del original. Otros prefieren el más erudito “fe poética”, que aparece al final de la misma frase en el texto de Coleridge.

El término, muy corriente en teoría literaria, se refiere al efecto que una buena narración puede ejercer sobre un lector receptivo, elevando su umbral de credulidad y llegando a anular la conciencia de que lo que está leyendo es una ficción.

Un ejemplo magistral es El guardián entre el centeno, la famosa novela de John D. Salinger protagonizada por el precoz adolescente Holden Caulfield.

Lo que hace a esta obra tan efectiva en la suspensión de incredulidad es su extrema oralidad. Ya en la primera página, el joven protagonista remarca eso repitiendo una y otra vez lo que nos va a “contar”, de qué va a “hablarnos”, lo que nos “dice”. Estas expresiones lo acercan a nosotros, nos hacen sentir que estamos escuchándole directamente.

El éxito de esta obra radica en la forma, no en los temas que trata, que son universales y pueden rastrearse por multitud de libros. Este modo de expresión, tan naturalista, es como un “amplificador” de las reflexiones de Holden; las realza, les proporciona nitidez y vida.

Requiere un esfuerzo recordar que Salinger es el autor de esta historia y que Holden no es más que un personaje de ficción; que es un maduro escritor quien nos ha envuelto en sus artes literarias, no un muchacho imberbe. Eso es... ¿magia? No, es suspensión de la incredulidad.

Salinger era un tipo maduro cuando escribió la novela (y no muy agradable como persona, por cierto). Nada que ver con Holden Caulfield. Es su habilidad demiúrgica lo que nos hace sumergirnos en la vida de este adolescente, al que “escuchamos” como si lo tuviéramos delante, contándonos sus cosas, en la mesa de un café.

Naturalmente, en la cosa nostra [la literatura fantástica] es más difícil lograr que el lector se sumerja en esa especie de realidad virtual que le proporciona el escritor. No es lo mismo El guardián entre el centeno que El guardián de Lunitari. :-))

Es fundamental la predisposición del lector para superar el obstáculo, bastante mayor que la mera ficción, del elemento fantástico. Sospecho que por esto no gusta a todo el mundo (un ejemplo es mi madre, tremenda escéptica, incapaz de dejarse camelar ni siquiera para pasar el rato). Sencillamente, los amigos del fantástico tenemos un umbral de credulidad más alto (algunos, demasiado alto :-D).

En el género de ciencia ficción, una presentación verosímil de los elementos fantásticos redunda en una mayor eficacia a la hora de suspender la incredulidad del lector.

Por eso hay quienes disfrutan con la ciencia ficción (y muchos, dentro de este género, prefieren la vertiente más hard) y no pueden con la fantasía,... salvo algunas excepciones, capaces de satisfacer al público más diverso, como la Canción de Hielo y Fuego de George R. R. Martin, autor que ha hecho un esfuerzo extraordinario para apuntalar con su estilo directo y crudo, “realista”, la suspensión de incredulidad en sus lectores (y esto nos lleva a la segunda parte de este artículo).

Directamente relacionada con la suspensión de incredulidad está el llamado sentido de maravilla (sense of wonder).

Acuñada por el escritor y crítico de género fantástico Damon Knight, esta expresión no requiere demasiada explicación. Es la capacidad de resucitar en el lector ese placentero asombro que sentíamos siendo niños ante el descubrimiento de lo extraordinario. Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que vi de cerca un elefante africano, en el zoo de París. Uaaau.

Esto, que es dificilísimo de conseguir en literatura, depende directamente de cómo se gestione la suspensión de incredulidad en el lector.

Un buen ejemplo es la serie de Martin, donde el estilo naturalista y la sabia dosificación de elementos fantásticos apuntalan la suspensión de la incredulidad (principal dificultad del género) y, al mismo tiempo, crean un contraste muy efectivo con los momentos de pura fantasía, que son así realzados, despertando en el lector ese sentimiento de maravilla del que hablamos.

También se me ocurre, en el difícil género de superhéroes, la serie comiquera Alias, de Brian Michael Bendis, para la línea adulta de Marvel Comics (no confundir con la serie televisiva de J. J. Abrams).

El planteamiento “realista” de Bendis (un paso más allá de las actualizaciones cool, presuntamente “molonas”, de guionistas como Ellis o Morrison) funciona exactamente de la misma manera, realzando los elementos fantásticos. Comics como Powers, quizás su mejor obra, o Astro City, de Kurt Busiek, redescubren al lector la maravilla que despertaba la parafernalia superheroica en los viejos tiempos y que, poco a poco (por saturación, supongo) fue disminuyendo en el respetable a lo largo de la cínica década de los 70.

2 comentarios:

  1. ¡Oño! ¿Te acuerdas de que en una discusión pregunté si alguien conocía la terminología "Coleridgean fantasy" para referirse a mundos fantásticos y "Wordsworthian fantasy" para referirse a fantasía en el mundo real? No deben ser términos extendidos, pero por lo menos ahora sé de dónde sale... no está nada mal...

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  2. Sí, releí la discusión hace poco pero tengo tan mala cabeza que no lo relacioné con el texto.

    Por cierto, pregunté a los contertulios de la TerSa por tu "Lamia" y un par de ellos coincidieron con Alejandro Alonso (del Grupo Axxon y premio UPC 2002)en que era buenísimo, el mejor relato de aquel Artifex, y bla bla bla.

    Así que ya sabes... ¡Leña al teclado!

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