lunes, 18 de junio de 2012

Transhumanidad y posthumanidad en la CF (VI)


Verne

Podría verificarse a través de muchos otros ejemplos que Julio Verne ha sido, como pretende Pierre Louys, un «revolucionario subterráneo»; pero entonces, cómo no recordar de inmediato al prefacio que Nietzsche escribió en 1886 para la edición de Aurora: «En este libro se encontrará un hombre “subterráneo”, un hombre que perfora, roe y cava». Y la hipótesis se verá justificada cuando, un poco más adelante, Nietzsche, empleando términos que recuerdan los de Pierre Louys, habla de su “inflexibilidad” y de «cosas que, siéndole propias, están escondidas y resultan enigmáticas». Ahora bien, desde el momento en que se formula la pregunta: «¿Julio Verne, Nietzsche?», se ven de inmediato surgir toda clase de coincidencias, correlaciones y aun de influencias directas.

Marcel Moré, «Un revolucionario subterráneo», en Cahier de L’Arc 29, 1966, número especial dedicado a Jules Verne, traducción de Noe Jitrik (Verne: un revolucionario subterráneo, Paidós, Buenos Aires, 1968).




En lo relativo al tema que nos ocupa, es especialmente llamativo, por su escasez, el caso de Jules Verne (1828-1905). Llama la atención que al escritor de Nantes, tan preocupado por el futuro, apenas le diera por especular con la evolución futura, tanto física como mental, de nuestra especie. En su vasta obra no se atisba gran cosa sobre el asunto.

Por otra parte, hay un problema importante: los escasos indicios del interés de Verne por estas cuestiones se hallan en obras póstumas que, casi siempre, sufrieron alteraciones importantes por mano de su hijo Michel. En realidad, hay varias obras atribuidas a Jules Verne de las que no se sabe realmente si son suyas o de su hijo, y si son de ambos no se conoce a ciencia cierta qué es de quién. Un inconveniente bastante serio.

Lamentablemente, la obra que presenta el tema de la posthumanidad con más claridad es también una de las de autoría más dudosa. Me refiero al relato «Edom», inédito hasta 1991, que sirvió de base para la póstuma «El eterno Adán» (1910). Al parecer, de «Edom» existen tres versiones, de las cuales se ha publicado una. Pero los herederos guardan los manuscritos bajo siete llaves, lo que impide profundizar en la investigación.

Me limitaré, pues, a señalar asuntos que Jules Verne trató efectivamente y que atañen al tema en cuestión, y dejaré los comentarios sobre obras de autoría dudosa, como «Edom», para después.


A pesar de lo que algunas de sus novelas más conocidas puedan dar a entender, el autor francés no era realmente muy optimista sobre el destino de la humanidad y sus logros futuros, ni el apóstol de la tecnología que muchos, aún hoy, ven en él. En el fondo, era todo lo contrario.

Durante años, Verne se limitó a seguir la corriente a su editor, Pierre-Jules Hetzel (1814-1886), dejándose guiar por él en su carrera. Para Hetzel era importante no importunar al público con historias pesimistas; había que alimentar las ilusiones del público, no destrozarlas con ominosas visiones del futuro. Pero a los 58 años, con la muerte del editor, Verne quedó liberado de su tutela y empezó a trabajar con más libertad, mostrando a menudo cierta desesperanza por el destino de la humanidad.

Durante décadas se pensó que este pesimismo de Verne había sido fruto del desencanto típico de la madurez, acentuado quizá por algún problema personal; una desilusión creciente que llegaría a convertirse en depresión en sus últimos años.¹ Pero en 1989 se produjo un descubrimiento que aniquilaría esa noción, situando su desconfianza hacia la humanidad y sus temores sobre la evolución de la cultura en los mismísimos inicios de su carrera literaria. Me refiero a su novela «París en el siglo XX» (1863), que un bisnieto de Verne halló dentro de una caja fuerte de la familia, y que había permanecido inédita desde que Hetzel la rechazara.


El futuro, aplazado

En «París en el siglo XX», Verne contradice el mensaje, tan repetido en aquella época, de que el progreso tecnológico conduciría a la humanidad a una edad dorada. En cambio, nos presenta cómo falsos progresos pueden conducirnos a graves retrocesos. ¡Y esto en 1863, recién comenzada su carrera! Recordemos que el primero de sus «Viajes extraordinarios», «Cinco semanas en globo», es de ese mismo año.

Se ha especulado con que los optimistas ideales de Pierre-Jules Hetzel, que veía en la educación la vía para un futuro mejor para la humanidad, fueron los que, en realidad, le llevaron a impedir la publicación de esta obra, opuesta a sus convicciones personales y a los principios de la Revolución Industrial que entonces estaban en boga.

En la carta de rechazo no mencionó nada de esto, desde luego. Venía a decirle que la obra era demasiado ambiciosa para el punto en que se encontraba su carrera literaria, restaba mérito al trabajo de Verne (con palabras, a decir verdad, bastante duras) y le recomendaba dejarlo en barbecho e intentarlo veinte años después, cuando estuviera más maduro… Pero, por desgracia, la cosa se fue alargando y, al final, la novela no se publicó hasta más de un siglo después, en 1994. Una verdadera lástima, en mi opinión.


Caballeros extraordinarios

En muchas de las novelas de Verne, el ser humano es el rey de la naturaleza, el animal perfecto. A pesar de las diferencias raciales, en la mentalidad burguesa de la época no entraba que el hombre pudiera cambiar de tal modo que dejara de ser humano. Habría sido una especie de blasfemia antiliberal; la creencia de que los seres humanos son iguales por naturaleza es la base misma de la democracia moderna. La humanidad era, para aquellos hombres, imbuidos de positivismo, algo sagrado. Y Verne, hombre de su tiempo, respetaba generalmente esas nociones.

Por ejemplo, los arborícolas de «El pueblo aéreo» (1901) son diferentes de los europeos, están adaptados a vivir entre las copas de los árboles, pero son totalmente humanos. Lo mismo puede decirse, y se dice explícitamente, de la gente subterránea de «Viaje al centro de la Tierra» (1864), donde habitan numerosas razas, incluyendo una especie de “titanes”.²

Puede que no entrara en sus cabales la idea de que la humanidad mutara de tal modo que dejara de ser propiamente humana, pero aún menos lugar tenía en su fantasía la posibilidad de que pudiera mejorar de alguna manera lo presente.

Con frecuencia, en la ficción (y, lamentablemente, también en la realidad) el concepto de superhombre es utilizado, a favor y en contra (con no poca torpeza, en el caso del superhombre nietzscheano) para apoyar o rechazar la supremacía de una “raza superior”, algo a lo que no ha sido ajena la ciencia ficción. Aparentemente, Jules Verne no aceptaba que se pudiera calificar a ninguna raza de “subhumana” y tampoco entraba en sus esquemas mentales lo contrario, pero era muy consciente de que la idea estaba en el ambiente.

Algo de eso podemos ver en «Los quinientos millones de la Begun» (1879), en la que un malvado racista alemán pretende conquistar el mundo para la raza germana mediante la ciencia, prefigurando un tema clásico del género que atañe directamente a la transhumanidad: el abuso de la tecnología (que en malas manos o aplicada a fines equivocados puede ser terriblemente dañina). Si el Dr. Sarrasin y el Dr. Schultze fueran mutantes, serían el Profesor X y Magneto; el utopista y el belicista.

En esto Verne se parece un poco a Francis Fukuyama, que, como recordaremos, alerta en «El fin del hombre» (y en varios artículos también) sobre los peligros de cualquier intento de forzar la máquina de la evolución y alterar la naturaleza humana.


Los doctores Sarrasin y Schulze son dos buenos ejemplos de “sabios locos”, una figura heroica (en el sentido antiguo de persona capaz de extraordinarias hazañas), típica de la literatura del siglo XIX, a la que Verne recurrió reiteradamente, y que tiene sus orígenes remotos en los filósofos de la antigüedad (especialmente en Thales de Mileto, Pitágoras de Samos y Arquímedes de Siracusa), en los magos y hechiceros de las leyendas, como Merlín, y en renombrados alquimistas de distintas épocas como Flamel o Cornelius Agrippa,³ inspirador del joven Victor en «Frankenstein», un clásico del género que prefigura la nueva forma del arquetipo (el “científico loco”) al que aportó sus rasgos psicológicos más característicos.

En Victor Frankenstein veíamos cómo el joven alquimista se convertía en científico (transición que tuvo lugar realmente en muchos científicos de épocas anteriores, siendo más que notable el caso de Isaac Newton). Los sabios de Verne han abandonado ya todo misticismo, no hay rastro de metafísica en sus artes; son científicos modernos, versados no en la tradición y la superstición, sino en el más riguroso y eficaz método científico. Pero por lo demás siguen fielmente el arquetipo heroico del sabio loco: Pueden ser de naturaleza benigna o malvada, pero de cualquier modo la moral convencional no va mucho con ellos; son bastante rebeldes, independientes. Tienen personalidades obsesivas; su tarea es lo más importante, a costa de lo que sea y caiga quien caiga. Son tan ambiciosos como irresponsables. Etcétera.

Una de las obsesiones clásicas del sabio loco es la creación de vida, a poder ser humanoide y, si es posible, inteligente, es decir, “a su imagen y semejanza”. De ahí la profusión de criaturas humanoides, androides, gólems, Inteligencias Artificiales y demás constructos pseudohumanos o posthumanos tan típicos de la ciencia ficción. El sabio loco, en el fondo, se cree Dios, y quiere hacer lo que Dios hace. En las obras de Verne, esto cambia. Sus obsesiones no tienen esa raíz religiosa; los sabios de Verne son hijos de la revolución francesa, adoradores de la Razón. No se consideran a sí mismos superhombres; son, sí, raros, extraños, escasos, caballeros extraordinarios, pero no se creen dioses. Su megalomanía es más de andar por casa.





¹ Ghislain de Diesbach, por ejemplo, sostuvo esta creencia en «Le Tour de Jules Verne en quatre-vingts libres» (1969), atribuyendo su pesimismo a “un drama misterioso” que habría “golpeado su vida íntima”, supuestamente la muerte de Hetzel.

² …Y de la humanidad del futuro en el relato «Edom», que Michel Verne ampliaría en la póstuma «El eterno Adán» (1910). Más adelante hablaremos de ello.

³ Recordemos que una de las obsesiones de la alquimia era la de crear vida, muchas veces en la forma de “homúnculos”, criaturas humanoides de tamaño reducido. Paracelso (1493-1541) afirmaba haber creado un homúnculo de un pie de altura, capaz de crecer y desarrollar inteligencia, pero había que educarlo con sumo cuidado o se volvería contra su creador y huiría. ¿Os suena?


Homo excelsior
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (I)
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (II)
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (III)
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (IV)
Sobre «Transhumanidad y posthumanidad en la CF»
Transhumanidad y posthumanidad en la CF (V)
Humanidad y posthumanidad (una aclaración)

4 comentarios:

  1. Me han encantado tus entradas dedicadas al posthumanismo, especialmente tu arqueología de la ciencia ficción. Por desgracia muchos aficionados no prestamos la debida atención a los "abuelos" del género.

    Puesto que el tema del transhumanismo me interesa debo preguntarte si continuarás con esta serie. Si es así espero impaciente...

    Felicidades por tu blog y gracias :-)

    ResponderEliminar
  2. Gracias a ti por los comentarios. Pues sí, de hecho estas entradas las tengo ya remozadas de cara a su futura publicación en forma de libro, pero es mucho trabajo y yo soy muy vago para escribir (pero mucho). Llevo años "atascado" en "La eva futura" de Villiers de L'Isle-Adam.

    ResponderEliminar
  3. Vaya, pues me encantaría ver ese libro :-)

    ResponderEliminar
  4. Esperemos que los bioquímicos den por fin con la droga definitiva contra la pereza mental.

    ResponderEliminar