sábado, 10 de septiembre de 2005

Fantasía y lotofagia... o cómo confundir "ocio" con "opio".


Hace tiempo, en respuesta a un artículo del historiador Felipe Fernández-Armesto, hice un encendido elogio de la fantasía. Empleando mi mejor tono exaltado y mi famosa habilidad demagógica, di gracias a la humanidad por haberla creado. Para Fernández-Armesto, la fantasía es «el opio del ignorante y el indolente», algo pernicioso (aunque, paradójicamente, confiesa disfrutar de sus placeres). Para mí, la fantasía es un alivio maravilloso por el que hay que dar gracias.

Fernández-Armesto: «El realismo es definitivamente interesante: por ello la observación social es la base de todos los mejores libros del mundo. Cuando existe tanta realidad a nuestro alrededor, es dificil de entender por qué las audiencias se inclinan por la fantasía.»

Mallart: «Es muy fácil interesarse por la realidad cuando ocupas una cátedra en Londres; estás realizado, apenas alienado (tan poco que ni te das cuenta... y si llegas a percibirlo te encoges de hombros y piensas: “otros están peor; que me quiten lo bailao”, quizá recordando la última novela realista que leíste), trabajando en algo que te gusta. Pero para muchísima gente la realidad es una mierda.

»Hay que ser masoquista para sobrellevar una vida difícil, llena de sinsabores, de desagradables encontronazos con esa realidad que tanto interés despierta en Fernandez-Armesto, y salir a buscar otra dosis en tu escaso tiempo de ocio. El realismo es para la elite acomodada, que puede observar la triste y cruda realidad desde la barrera, sin padecerla, sin que le salpique.

Yo creo que es fácil de entender. Existe un deseo creciente de evadirse de una realidad desagradable. Siempre ha estado ahí, pero en tiempos de crisis (como los actuales), lógicamente, la necesidad aumenta. Tal vez si algunos se dedicaran a mejorar el presente en vez de analizar tan minuciosamente el pasado, ese deseo de evasión no fuese tan acuciante.

La población lectora no es ajena a esto, evidentemente.

El siglo XIX vio nacer la literatura fantástica moderna. El fantástico encontró sus primeros éxitos en las capas altas de la sociedad, la aristocracia y la rica burguesía industrial, atrapados por el romanticismo. Para ellos, la realidad era demasiado fea como para molestarse en prestarle atención durante demasiado tiempo. Pero, a nivel popular, el XIX fue el siglo del realismo. Sin televisión ni cine, las masas leían (mucho más que ahora, desde luego) y empezaban a interesarse por su clase, ya que nadie más lo hacía. Leían historias en las que autores como Zola, Hugo, Dickens o Balzac retrataban las penurias que ellos mismos podían experimentar. Quizá fuese una forma de consuelo ver que otros lo pasaban igual o peor. Quizá fuese una forma de conocerse y adquirir conciencia de clase, que falta les hacía en las condiciones en que se hallaban.

Hoy, la gente “bien” se interesa por la fea realidad, por los desfavorecidos... ¡Qué guay!... Siempre que no haya que mancharse ni tratar directamente con ellos, claro. (Recomiendo la lectura de El camino de Wigan Pier, de George Orwell; la cosa no ha cambiado tanto como pueda parecer.)

En cuanto a las masas de gente pobre, en su inmensa mayoría, ya no leen. Han encontrado otros entretenimientos, especialmente en la televisión.

Precisamente ahí es donde debería apuntar Fernández-Armestos con su dedito acusador. La tele, con su telebasura; eso es verdaderamente el opio del ignorante y del indolente: Aquí hay tomate, ¿Dónde estás, corazón?, Salsa rosa, los programas de comadreo, los culebrones lobotomizantes. ¡No Tolkien! ¡Ni Julio Cortázar! Y aquí no se me caen los anillos por generalizar como lo hizo, tan bastamente, Fernández-Armesto.

5 comentarios:

  1. Hola Juan. Como es habitual estás sembrado. Y no creo que en tu razonamiento haya más demagogia de la necesaria.

    Comentarte que a raiz de tus palabras me vino a la cabeza otro argumento en defensa del fantástico que he dejado escrito en

    http://elrincondenacho.blogspot.com/2005/09/una-razn-para-leer-literatura.html

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  2. Hola, es la primera vez que entro en tu blog. No sé si me recuerdas pero nos conocimos cuando la tertulia de Asturias se fue para Santander.

    Me ha gustado este comentario y no te falta razón. Voy andar por aquí de vez en cuando.

    Un saludo :D

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  3. Nacho: Demagogia, siempre hay algo de eso en mis escritos de opinión pero donde verdaderamente me pasé (y a eso me refería) fue en el comentario original en Usenet. Tela marinera. :-))

    Gracias por tu comentario; haré una réplica a tu entrada lo más pronto que pueda.

    De momento, te diré que en realidad esta entrada está pensada para preparar el terreno a otra que titularé "Tiempo de cambios" o algo parecido y que ya tengo medio escrita, tratando precisamente ese tema que pides.

    Y no estoy de acuerdo con Fran. :-))

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  4. Juan, yo tampoco estoy de acuerdo con él, pero te has adelantado con tu respuesta. Y lo has hecho mucho mejor de lo que yo podría.

    Al igual que hay una novela histórica de evasión (p.e. las intrigas de Lindsay Davis), hay otra que es Gran Literatura (una canónica es "Memorias de Adriano"). Y todas son históricas, se ponen en la misma estantería e, incluso, se pueden llegar a disfrutar. De diferente manera, claro ;)

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  5. El artículo de Fernández-Armesto en The Times:

    http://www.thetimes.co.uk/tto/law/columnists/article2050075.ece

    Mi respuesta en es.rec.ficcion.misc:

    Es muy fácil interesarse por la realidad cuando ocupas una cátedra en Londres; estás realizado, apenas alienado (tan poco que ni te das cuenta, y si llegas a percibirlo te encoges de hombros y piensas: "otros están peor; que me quiten lo bailao", quizá recordando la última novela realista que leíste), trabajando en algo que te gusta. Pero para muchísima gente la realidad es una mieeerda.

    Hay que ser masoquista para sobrellevar una vida difícil, llena de sinsabores, de desagradables encontronazos con esa realidad que tanto interés despierta en Fernandez-Armesto, y salir a buscar otra dosis en tu escaso tiempo de ocio. El realismo es para la "élite" acomodada, que puede observar la triste y cruda realidad desde la barrera, sin padecerla, sin que le salpique.

    No para el padre de familia que acaba de quedarse en paro porque la flota recién renovada no puede salir a faenar; no para su mujer, que trabajó sólo unas semanas más, en una conservera, mientras duraron las anchoas que su marido y otros como él habían capturado en el mar en la última salida, antes de que cierto petrolero fuera enviado a hundirse donde más daño podía causar a la fuente de su sustento. No para el estudiante que se prostituye los fines de semana poniendo el culo para bujarrones adinerados (me los imagino en sus casas de medio millón, sentaditos ante la chimenea apagada, leyendo a Zola o Balzac con el aparato de aire acondicionado moderando, en completo silencio, la temperatura de su aire, depurado y rico en iones) para pagar el diminuto piso que comparte cerca del campus, donde se deja las cejas memorizando las leyes que sus clientes son tan aficionados a vulnerar, y que antes de dormir fantasea (¡otro adicto al opio!, feliz él) con una casa de medio millón y ser él quien dé por culo alguna vez. No para la licenciada en filosofía, divorciada, que intenta ganarse la vida limpiando vómitos y meados (por limitarme a lo menos asqueroso) en bares y discotecas y tiene que aguantar que el encargado del Pub X la magree de vez en cuando para no perder esos 40 euros extra a la semana que necesita para que su hija no pase hambre, porque su ex-marido jamás paga lo que debe, pudiendo hacerlo. No para la patóloga forense que gana un buen sueldo, tiene una casa bonita, pero duerme mal y está deprimida por el horror constante que su profesión le obliga a presenciar. No para el delineante proyectista que, a sus cincuenta años, no pudo adaptarse a trabajar con ordenadores, cogió la anticipada, cayó en el aburrimiento y empezó a jugar, siguió hasta perderlo todo (casa, familia, amor ajeno y propio) y esta noche se tendía en sus cartones, medio cubierto por la manta que comparte con un ex-calderero de la Marina mercante, debajo de un viaducto, donde la lluvia nunca moja.

    La fantasía es para muchos la única defensa; a veces, lo único que les separa del suicidio. ¿Opio? Más analgésica que estupefaciente, la fantasía les hace soportable la odiosa realidad; sin fantasía chillarían sin cesar, pidiendo la eutanasia.

    Pero no caiga yo en el error de llevar la analogía tan lejos como el señor Fernández-Armesto. La fantasía no es opio ni morfina. Los libros de fantasía no son chutes de heroína ni rayas de speed ni un litro de Magno o de DYC cada seis horas. ¡Menos mal que hay fantasía, y menos mal que tiene éxito! Ojalá tuviera más éxito aún, y desbancara a las drogas o el alcohol que otros utilizan, en lugar de "El Señor de los Anillos", para evadirse un rato de la existencia miserable, del establo a la sala de ordeño, en que se han convertido sus vidas.

    ¡Qué suerte tengo de saber leer y de que haya quien escriba y quien me sirva en dosis constantes un poco de su fantasía! ¡Cada noche, cada día! ¡Viva la ficción! ¡Arriba la fantasía! Si fuera un ignorante, no la buscaría con tanta ansia. Ya sé demasiado.

    Saludos.

    Jean Mallart (es.rec.ficcion.misc 23-VI-2003).

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